Cada mañana, cuando veo a los niños dirigirse al colegio, sigo sintiendo la misma frustración de hace años. La misma que siento ante tantas cosas, parece ser que inamovibles, desde aquella primera vez en que se me pasó por la cabeza que no había nada sagrado. Tristemente me sigo, y probablemente me seguiré, sorprendiendo al ver como esos seres pequeños (unos que un día no lejano moverán los hilos del mundo, y otros cuyos hilos serán movidos por los primeros) permanecen horas y horas con los ojos fijos en esa figura siniestra que es El PROFESOR, empapándose de lo que casi todos llaman “cultura”. Los mismos perros con distinto collar cambian “El Alcalde Móstoles , pueblecito cercano a Madrid, envió a España éste mensaje” , por la memorización de datos sobre cualquier otro hecho contemporáneo, pasando por alto las motivaciones morales que los provocaron.
En cierta ocasión una monja intentó obligarme a besar el suelo, porque en una loca carrera yo había tirado su campanilla de la mesa. Tanto me negué que fui castigada a permanecer sola en el colegio durante los tres siguientes sábados del mes. Lo que en aquellos momentos suponía la mayor mortificación que se le podía inflingir a un ser de 10 años.
Cuando llegué a casa llorando, y entre ahogo y ahogo pude contar a mi padre la razón de mi angustia, montó en cólera y salió disparado sin saber yo a donde iba. Cuándo volvió me contó el levantamiento del castigo y se encerró conmigo y con mi hermana durante ¡ 5 minutos 5 ! (ni uno mas, ni uno menos) Primero me preguntó las razones de mi negativa a obedecer a la monja y cuando, ante mi sorpresa, me felicitó supe que mi padre me había dado algo más que la vida: me había dado LAS RAZONES PARA VIVIR . Y pienso, que aquel día, la madre Luisa aprendió de su boca la diferencia entre orgullo y DIGNIDAD. Pero, esa es otra historia...